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A pesar de su no pertenencia a género alguno, no es extraño que este texto (como ocurría con Las correspondencias, su anterior libro, también en Periférica) acabe adoptando el aspecto de una novela: ficción que se presenta ahora como diálogo. El tono de las voces da a entender que se nos deja asistir a hurtadillas a una investigación, a un viaje. Las conjeturas y los vaivenes propios de un diálogo hacen que el discurso salte de un tema a otro y se solapen con un efecto de naturalidad varios niveles de referencias. Estamos ante una singularísima obra de arte trasladada al papel, que funciona, simbólicamente, podríamos decir, como novela policial, donde, paso a paso, se va perfilando el crimen a resolver, que no es otro que el paisaje, la noción de paisaje en un entorno específico (dos pueblos industriales del País Vasco) y la metonimia conceptual que genera en el lenguaje, en los cuerpos, en la sensibilidad y, por supuesto, en los relatos colectivos. Los diálogos están armados a partir de trozos de conversaciones y citas: Thomas Bernhard, Leni Riefenstahl, Ángel Guimerà, un Beckett en versión Euskaltelebistaà